“[…] Llamamos medicina al arte que, partiendo de principios verdaderos, busca la conservación de la salud del cuerpo humano y la preservación de sus enfermedades. Su finalidad no es la curación absoluta, sino el hacer lo que se pueda en la medida y el tiempo convenientes. Después, hay que esperar los resultados como hacen los navegantes o los militares”.
La anterior definición, fechada en el siglo XII, se acredita al filósofo, astrónomo y médico hispanoárabe Ibn Rusd, conocido como Averroes (1126-1198), quien junto con sus antecesores colegas, Abu Ali al-Husayn ibn Sina, latinizado como Avicena (980-1037) y Rhazes o Al-Razi (865-925), y otros sabios padres de la medicina árabe, apoyada en los aportes de varias culturas, la mantuvieron en la frontera de los conocimientos de su época.
A juicio de fuentes especializadas, si bien no desarrollaron nuevas observaciones, conceptos ni líneas de estudio de esta ciencia, lograron sin embargo, en tiempos oscuros para Occidente, conservar la tradición más avanzada del arte, mantener una cultura médica laica y legar su precioso acervo cuando la civilización occidental estuvo en condiciones de poder recuperar su hegemonía. No fue hasta el siglo XVI que los sistemas terapéuticos lograron alcanzar un mayor desarrollo.
El punto de partida en esta ciencia se atribuye a los médicos griegos Galeno de Pérgamo (130-200 a.n.e.) e Hipócrates de Cos (460-370 a.n.e.), cuyos conocimientos sirvieron de base a los notables saberes de los médicos árabes fundamentados en largas tradiciones.
Estos últimos, en la época medieval, dividían la medicina en dos aspectos: uno teórico y otro práctico. El primero situaba al médico ante una serie de conceptos naturales contrapuestos como caliente-frío, húmedo-seco, blando-duro, en cuyo equilibrio podría procurarse la cura.
Lo práctico era más concreto y exigía conocimientos de anatomía, patología, así como de la farmacopea y la cirugía, lo que de hecho obligaba a simultanear el estudio y la práctica en el ejercicio profesional.
La medicina árabe antigua es ampliamente estudiada por especialistas en esta cultura y la información disponible es abundante. Se conoce, por ejemplo, que se prohibía la disección de cadáveres, lo que les limitó el estudio de la anatomía humana, sin que ello, según se afirma igualmente, les impidiera realizar a la perfección intervenciones quirúrgicas como las de cataratas, complejas técnicas de suturas, reducción de fracturas y luxaciones u operación de tumores. Conocían la circulación cardiopulmonar de la sangre, diferenciaban entre arterias-venas y tenían una idea aproximada de la naturaleza del sistema nervioso. No consideraban la odontología como especialidad independiente y por el contrario en el maletín del instrumental médico se incluían los necesarios para practicar cualquier intervención oral que requiriese el paciente atendido.
Según los cuantiosos estudios que al respecto existen, empleaban el opio como analgésico y su farmacopea era muy irregular pues, junto a medicamentos con sustento científico apropiado para el tratamiento de algunas enfermedades -diferenciando muy bien entre alimento, medicina, veneno, antídoto y otros conocimientos establecidos-, se prescribían otros aconsejados por las supersticiones más absurdas, cuyos detalles pueden hoy resultarnos hilarantes, como el uso de amuletos, talismanes y remedios consistentes en inscripciones mágicas que el paciente debía tragar o mantener en estrecho contacto con el punto de su organismo que estuviese enfermo.
Sin embargo, el descubrimiento del alcohol los incitó a utilizarlo como antiséptico, con excelentes resultados. También practicaban cauterizaciones en el caso de llagas abiertas y atendían la lepra. Era sorprendente en tierras islámicas la abundancia, buen estado y gratuidad de los hospitales, donde los pacientes internados estaban atendidos por enfermeros y tenían garantizada la visita diaria del médico. Fue un tiempo, que duró centurias, en el cual la tecnología médica de punta se escribió en árabe.
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