Cada uno de los electrodos está unido a un pequeño dispositivo electrónico equipado con una batería conocido como neuroestimulador mediante un cable finísimo que emerge del cráneo del paciente y discurre bajo su piel. El neuroestimulador envía pequeños impulsos eléctricos a las áreas del cerebro en las que se origina la dolencia para bloquear las señales eléctricas que la provocan, y ya está arrojando resultados muy buenos en pacientes con párkinson, dolor crónico u otras enfermedades.
Como acabamos de ver los avances científicos ya nos permiten tanto registrar la actividad neuronal como actuar directamente sobre determinadas regiones del cerebro, pero esto no es todo. Otra innovación técnica en la que nos interesa detenernos es la interfaz neuronal directa, que también se conoce como interfaz cerebro-ordenador. Esta tecnología persigue recoger la actividad eléctrica de nuestro cerebro y entregar esa información a un ordenador para que pueda ser procesada e interpretada.
Para hacerlo posible es necesario instalar unos sensores diseñados para recoger las ondas cerebrales que se manifiestan como resultado de la actividad eléctrica del cerebro. Afortunadamente esos dispositivos son lo suficientemente sensibles para poder ser instalados sobre el cráneo, por lo que esta tecnología no requiere llevar a cabo ningún procedimiento quirúrgico, y, por tanto, no tiene por qué ser invasiva (aunque algunas formas de aplicarla sí lo son porque requieren colocar los sensores directamente en contacto con el cerebro).
Aunque la interfaz cerebro-ordenador aún se encuentra en un estado de desarrollo embrionario, los investigadores que están trabajando con esta tecnología están convencidos de que tendrá un sinfín de aplicaciones. Ya se está utilizando, aunque en una fase preliminar, para ayudar a las personas con discapacidad motriz a controlar el movimiento de una silla de ruedas, un brazo robótico o el puntero que nos permite actuar sobre la interfaz de un ordenador, entre otras opciones.
La neurotecnología ha salido del laboratorio, y está cómoda fuera de él
Hasta hace poco tiempo las máquinas que era necesario utilizar para recoger la actividad eléctrica del cerebro o estimularlo eran enormes y muy pesadas, por lo que solo era viable instalarlas en grandes hospitales y laboratorios de investigación. Pero este panorama está cambiando a una velocidad vertiginosa. Y es que ya existen dispositivos portátiles capaces de llevar a cabo estas tareas que están diseñados para que los llevemos encima.
Los proyectos que conocemos aún se encuentran en fase experimental con animales, pero nos prometen tener un impacto profundo en nuestra vida siempre y cuando, eso sí, lleguen finalmente a buen puerto. Uno de ellos, posiblemente el que más ruido ha hecho durante los últimos meses, es el dispositivo de Neuralink Corporation, la empresa de neurotecnología cofundada por Elon Musk especializada en el diseño y la fabricación de interfaces cerebro-ordenador.
Su dispositivo, que es pequeñísimo y puede llevarse sin problema encima, persigue recoger e interpretar la actividad del sistema nervioso para tratar dolencias para las que por el momento no existe una solución terapéutica satisfactoria. A priori suena bien. Al igual que las máquinas de las que hemos hablado hasta ahora en este artículo, el ingenio de Neuralink requiere instalar en el sistema nervioso del usuario varios sensores alojados en el extremo de unos microhilos.
Esos finos cables están conectados a un pequeño dispositivo que a modo de implante en el cuerpo del usuario recoge en tiempo real la actividad registrada por los sensores, la procesa y se la envía mediante una conexión vía Bluetooth al smartphone del usuario. El fin último de esta tecnología consiste en tomar decisiones que puedan tener un impacto positivo en la calidad de vida del usuario, especialmente si padece alguna dolencia derivada del sistema nervioso.
Sin embargo, esta innovación puede ir más allá. Y es que, como hemos visto en la sección anterior, también es posible actuar sobre el sistema nervioso del usuario aplicando impulsos eléctricos en las áreas en las que han sido colocados los electrodos para estimularlas.
Las pruebas que algunos grupos de investigación están llevando a cabo con animales han demostrado que es posible actuar sobre su comportamiento para, por ejemplo, controlar su movimiento. Incluso han conseguido eliminar recuerdos e implantar otros nuevos en el cerebro de ratones.
Otra gran compañía de la industria de la tecnología que no ha dejado escapar la oportunidad de meter la cabeza en este sector es Facebook. La empresa de Mark Zuckerberg financia desde hace algo más de dos años a un grupo de investigadores de la Universidad de California en San Francisco que está trabajando en algo asombroso: un algoritmo capaz de descodificar la actividad neuronal vinculada al habla y la escucha.
Su tecnología requiere colocar varios electrodos en la superficie del cerebro de la persona que va a ser sometida a este tratamiento, de modo que estos pequeños dispositivos puedan recoger la actividad cerebral y enviársela a un ordenador. A partir de ese momento entra en acción el algoritmo que han diseñado estos investigadores, que, al parecer, es capaz de interpretar esa actividad neuronal y materializarla en la pantalla de un ordenador.
Esto quiere decir, sencillamente, que esta tecnología persigue identificar qué está escuchando o diciendo la persona que tiene colocados los electrodos leyendo su actividad neuronal. La aplicación terapéutica de esta innovación puede resultar muy valiosa para mejorar la calidad de vida de las personas que tienen alguna discapacidad en la que está involucrada la facultad del habla, especialmente si tenemos presente que Facebook ha asegurado que aspira a introducir esta tecnología en un dispositivo portátil que cualquier persona pueda llevar encima.
Si se utilizan bien, estas innovaciones pueden tener un impacto beneficioso en la vida de muchas personas. Además, la posibilidad de llevar encima en todo momento un escáner diminuto capaz de leer nuestra actividad cerebral puede ayudar a los científicos a entender mucho mejor la relación que existe entre el comportamiento y un patrón de actividad cerebral determinado. Sin embargo, como veremos en la siguiente sección de este artículo, esta innovación también implica algunos riesgos.
Esta declaración de Marcello Ienca, un investigador de la prestigiosa Escuela Politécnica Federal de Zúrich experto en inteligencia humana y bioética, acerca del proyecto neurotecnológico en el que está trabajando Facebook refleja claramente esta discusión: «Han desarrollado un implante para aplicaciones clínicas, pero ¿hay alguna normativa que supervise cómo utilizan esos datos? Si despliegan esta tecnología comercialmente tendrán una nueva fuente de información que podrán combinar con el ingente volumen de datos que ya tienen. Y podrán venderlos y compartirlos con terceros».
Por otro lado no podemos pasar por alto que Neurotech Reports, una consultora estadounidense especializada en neurotecnología, ha valorado el mercado global de las interfaces cerebro-ordenador diseñadas para el mercado de consumo en más de 9000 millones de dólares en 2020. Y según este estudio crecerá más allá de los 15 000 millones de dólares en 2024. Esta previsión refleja que a los wearables neurotecnológicos les espera un futuro muy prometedor siempre y cuando, eso sí, finalmente cumplan las expectativas desde un punto de vista técnico.
La neuroprivacidad ya se debate, pero la discusión solo ha dado sus primeros pasos
El futuro desembarco en el mercado de dispositivos como los que están poniendo a punto Neuralink y Facebook dibuja un futuro esperanzador para las personas que padecen dolencias del sistema nervioso o discapacidades motrices.
Sin embargo, también plantea algunos interrogantes que nos invitan a preguntarnos qué riesgos conllevan no desde un punto de vista sanitario, que es algo que supervisarán los organismos oficiales que se responsabilizan de aprobar o impedir la comercialización de este tipo de productos, sino desde la perspectiva de la privacidad.
Y es que resulta razonable contemplar la posibilidad de que un dispositivo que es capaz de registrar la actividad de nuestro sistema nervioso, procesarla, interpretarla y enviar esa información a un smartphone o cualquier otro equipo informático pueda también recabar información personal que pueda ser utilizada para otros fines no tan claros, y, quizá, ilícitos.
Si la neurociencia continúa avanzando al ritmo al que lo está haciendo actualmente es plausible que en el futuro estos wearables neurotecnológicos puedan ser utilizados, por ejemplo, para identificar nuestras emociones o determinados patrones de conducta y asociarlos a unos estímulos concretos.
Y, quién sabe, quizá el fabricante del dispositivo podría utilizar esa información, o ponerla en manos de otras compañías, con un propósito mercadotécnico. Puede que incluso sea posible interferir o manipular la actividad cerebral de la persona.
Por el momento no son más que hipótesis, pero, eso sí, se trata de hipótesis razonables que no están alejadas de lo que se espera que la neurociencia nos permita hacer en no mucho tiempo.
Los avances tecnológicos son muy bienvenidos, especialmente si tienen un impacto beneficioso en la calidad de vida y la salud de las personas, pero es evidente que deben acometerse desde la responsabilidad y la honestidad. Y en la práctica esto no siempre es así.
La relevancia ética y legal que está adquiriendo la neurociencia está fuera de toda duda, por lo que es importante que los usuarios seamos conscientes de las implicaciones que puede tener esta tecnología. Y al mismo tiempo los legisladores deben dar cobertura legal a nuestros derechos para impedir que esta innovación acabe utilizándose para vulnerarlos. Esta discusión está encima de la mesa, y, afortunadamente, ya ha llegado a la esfera política.
El primer país del mundo que ha debatido en el Parlamento las implicaciones éticas y legales que acarrean los últimos avances en neurociencia ha sido Chile. De hecho, su Senado aprobó por unanimidad en diciembre de 2020 un proyecto de reforma constitucional que reconoce la propiedad de los datos neuronales y defiende la existencia de unos neuroderechos que deben ser amparados como derechos humanos fundamentales.
Este es un primer paso necesario, y debería desencadenar la elaboración de una regulación que proteja con eficacia los derechos de los consumidores, prestando especial atención a su privacidad y libertad cognitiva.
Curiosamente, la ley en la que están trabajando los legisladores chilenos propone equiparar los datos neuronales con la donación de órganos, de manera que no puedan ser comercializados y el tráfico de esta información quede expresamente prohibido.
Marcello Ienca, el investigador del que hemos hablado unos párrafos más arriba, también hace especial hincapié en la necesidad de regular este sector: «A medida que más empresas privadas participen en esta industria más necesaria será una normativa transparente que regule la administración de esos datos».
Afortunadamente, algunas instituciones de carácter internacional ya se han pronunciado para promover la necesidad de aprobar una regulación que proteja los derechos de los ciudadanos. La más relevante es la OCDE (Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos), que en su manifiesto ‘Recomendaciones para una innovación responsable en neurotecnología’ defiende lo importante que es proteger a la sociedad de la utilización indebida de una técnica que con toda seguridad va a experimentar un desarrollo muy notable durante los próximos años.
Confiemos en que esta discusión sea afrontada lo antes posible por los legisladores de muchos más países para impedir que, como ha sucedido con otros avances tecnológicos, los intereses de las empresas vayan muchos años por delante de la legislación que debe proteger los derechos de las personas.
Es probable que dentro de unos años cuando compremos un wearable neurotecnológico nos veamos obligados a leer y aceptar un contrato similar al que nos proponen actualmente otros dispositivos, como los smartphones o los altavoces inteligentes. Eso sí, cuando llegue ese momento estará en juego algo realmente importante: nuestra privacidad neurológica.
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