La enfermedad y la muerte constituyen una experiencia común a todo el género humano. Lo que no es común a todos, es cómo la enfrentamos. En ese sentido, siempre he pensado que morir es un proceso que se inicia cuando empezamos a vivir. Y en ese viaje o trayecto entre ambos extremos, lo que suele diferenciarnos es la actitud. Vocablo que procede del latín «actitudo», y que expresa nuestra respuesta emocional y mental a las circunstancias de la vida. Como respuesta emocional, la actitud explicita los sentimientos, creencias y disposición de una persona a comportarse de una manera específica. Si bien las actitudes no son determinantes de las conductas, predisponen a actuar de una manera u otra. Esto puede ayudarnos a entender las diversas reacciones ante la enfermedad y la inminencia de la muerte propia o ajena.
La actitud ante la enfermedad y la muerte
Ahora bien, estas diversas actitudes en la instancia final de la vida, están directamente relacionadas con el sentido de la muerte que previamente hemos elaborado. Efectivamente, cada persona capta su propia muerte conforme a su proyecto personal de vida, desde sus propia concepción del mundo y del núcleo más íntimo de sus creencias y valores. Desde allí será capaz de elaborar su actitud ante el dolor y la muerte. De alguna manera, ante el espejo de la propia existencia, vida y muerte son dos caras de una misma realidad. Sí la persona sufriente ha transitado su biografía personal orientada al bien y en libertad, el valor para afrontar con paz y alegría la propia muerte será la culminación de esa historia de libertad personal. Y aún consciente de las caídas y tropezones en el camino moral, la certeza de que nuestro norte siempre estuvo mirando al bien, aquieta los espíritus más convulsionados ante la adversidad, el dolor y la proximidad del final.
El aporte del equipo médico
En este punto es necesario resaltar la importancia de una formación humanista en los profesionales de la salud. La asistencia médica aporta un valor agregado en la medida que pueda promover aquel grado de consciencia que conduzca al paciente al máximo de reflexión y libertad. Difícil y no siempre reconocida es esta noble misión del médico. Su intervención va más allá de procurar en el paciente el restablecimiento de la salud física o llegado del caso de paliar o mitigar el dolor. Junto a su tarea de fortalecer al paciente para dar lucha y recobrar la salud, simultáneamente deberá promover en éste, el valor necesario para hacer frente a la perspectiva de la muerte. En este sentido se entiende la importancia que reviste la propia elaboración personal del médico sobre la significación de la misma. Efectivamente, su estrategia de acercamiento al enfermo grave o terminal, será un ejercicio de lo que la muerte representa para ambos.
He aquí un gran escollo. Nuestra cultura occidental prefiere no hablar de la muerte. Tanto en el hogar como en la escuela o en la misma universidad, suele estar ausente una verdadera reflexión sobre el sentido de aquella. No se nos enseña a morir. Y lo que es peor aún, los mismos médicos suelen evitar hablar de ello con sus enfermos. La palabra sobrevuela en la consulta. En los códigos de lo implícito, el proceso de morir adquiere una connotación negativa que nada ayuda. Todo esto aumenta la angustia del paciente y puede llevarlo a ocultar sus temores, dudas y verdaderos sentimientos.
La mirada desde la fe
En esta aridez reflexiva, indudablemente la fe ofrece un salto cualitativo. No sólo aportando respuestas al sentido de la enfermedad, del dolor y de la muerte, sino ayudando a hacer las preguntas correctas. Aquella interpelación del principio cargada de angustia y enojo: – ¿por qué a mí?, se convierte en la manifestación de la aceptación que nos lleva a preguntar: – ¿para qué?
Esta dimensión religiosa no puede estar ausente en la alianza terapéutica entre paciente y médico. Ello garantiza la contención y humanismo necesario para sostener al enfermo en el trance final de su vida.
Por Miryan Andújar
Abogada, docente e investigadora
Instituto de Bioética de la UCCuyo
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