Nada es más fuerte que las ansias de vivir. Nos aferramos a la esperanza, a soluciones mágicas, a tratamientos exóticos (cuando no dañinos) para prolongar nuestra existencia (miserable a veces). Desde las sangrías, a la cauterización pasando por la costumbre otomana de ingerir yeso para alejar a la peste bubónica, o el uso romano de ingerir sangre de gladiador para combatir la epilepsia, todas esas opciones mágicas, ridículas o bizarras son una muestra del poderoso deseo de vivir que empuja a los humanos.
Ese mismo deseo es el que llevó al progreso de la medicina, de pelear contra el cáncer con hechizos a descubrir los detalles moleculares que aseguran su derrota; de combatir las infecciones con orina a usar los antibióticos más sofisticados.
Obviamente que ese camino esta jalonado de errores y excesos, pero el deseo de vivir más y mejor es tan adictivo como el opio. Como a Icaro, la soberbia nos empuja a volar lo más alto posible, haciendo que las caídas sean más dramáticas. Sin embargo, y a pesar de errores, discusiones y conflictos, la mayor parte de los individuos creen que la ciencia acudirá en su auxilio. Esta generación, desde después de la Segunda Guerra Mundial, ha asistido a un imparable desarrollo científico – industrial que comienza con el desarrollo de antibióticos y ha avanzado hacia las formas de vivir más y mejor. La misma existencia de esta generación post bélica, los baby boomers, es una secuela de este avance.
El aumento de la natalidad y la sobrevida de los niños a partir de la década del 50 es secundaria a los adelantos de la ciencia, a la antisepsia, a una mejor alimentación (vitaminas y conocimientos de nutrientes), al desarrollo de técnicas quirúrgicas (muchas de ellas evolucionaron durante las guerras, como la cirugía estética), a la inoculación contra enfermedades infecto contagiosas de la infancia (viruela, rubeola, sarampión, etcétera) y sin olvidar el acceso generalizado al agua potable que disminuyó dramáticamente la incidencia de muertos por enfermedades gastrointestinales.
Inconscientes de estos avances, como si fuese natural que la expectativa de vida casi se duplicase en 50 años, los baby boomers piden más y más. No solo desean vivir más, sino mejor y tampoco es suficiente llegar a viejos, quieren ser inmortales, eternamente jóvenes… Ese camino, como ya dijimos, está plagado de supercherías, estafas y fracasos, como el método que el Dr. Serge Voronoff propuso a fines del siglo XIX, al implantar testículos de mono a fin de revitalizar la alicaída virilidad de algunos señores. Lo curioso del caso es que muchos de estos caballeros añosos decían sentirse con 20 años menos y habían reiniciado una carrera galante que ya tenían olvidada.
EFECTO PLACEBO
La mente humana es fantástica, porque cualquier terapéutica por más ridícula que fuese, tiene asegurada entre un 5% y hasta un 30% de mejoría por el proteiforme efecto placebo, que si bien se explica por mecanismos neurobiológicos, en última instancia corresponden a la fuerza intrínseca que los empuja a vivir más, cueste lo que cueste, aún a expensas de su propia libertad. Consumistas empedernidos, los baby boomers resignan libertades a cambio de certidumbres que no existen. Sin embargo, ellos exigen certezas como si se tratase de la garantía de una heladera. Los tiempos de COVID, no son una excepción a esta regla. El principal grupo de peligro son, justamente, los añosos baby boomers, que se han atrincherado en sus hogares a la espera de que la ciencia vaya a su rescate. Aguardan los remedios que los curen y, sobre todo, la vacuna, la bala mágica que les permita gozar de los próximos años de vida que los desarrollos tecnológicos les regalan. Para los baby boomers, siempre lo mejor está por venir, aunque cada día tengan más ayeres que mañanas .
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