El ser humano siempre ha tenido una desmesurada admiración por la juventud, la cual es una representación de la salud y la belleza fugaz. Vivimos preocupados por las huellas de los años en nuestros cuerpos, como si envejecer fuera una derrota o una vergüenza y no un proceso natural de la vida.
Sin embargo, la vejez está más presente que nunca en la época en la que vivimos debido a los avances médicos y tecnológicos que han permitido prolongar la vida. Existe un porcentaje mayor de personas de avanzada edad entre nosotros, y apenas lo advertimos. En nuestro país residen 15.4 millones de personas de 60 años o más, 12.3 % de la población total (ENADID) 2018.
En el México prehispánico y en culturas como la griega, hebrea, japonesa, tenían a los ancianos en un lugar de privilegio y sus opiniones se consideraban para la toma de decisiones de todo tipo por su conocimiento, experiencia y sabiduría.
¿En qué momento la edad se convirtió en un factor de exclusión en las actividades y prácticas sociales? ¿Cuándo dejó de ser respetada y respetable la opinión de los ancianos?
El culto a la juventud es un fenómeno recurrente en nuestra sociedad, lo que desplaza a la gente mayor a un segundo plano. Vivimos en una cultura llena de estereotipos erróneos alrededor del envejecimiento. Por ejemplo, la idea de que las personas mayores ya no son individuos productivos en términos laborales o sociales y se les relaciona— erróneamente— con enfermedades, jubilación y retiro, aunque una gran cantidad de ellos por los tiempos que les tocó vivir no tienen pensión o algún tipo de sustento, excepto los efímeros programas sociales que implementa el Estado. Después de cierta edad no hay opciones de trabajo para ellos y aun teniendo un programa de apoyo no es suficiente para tener una vida de calidad.
La mentira sobre la que está basada el “culto a la juventud” ha hecho que seamos incapaces de aceptar y amar la vejez y por consiguiente la discriminación hacia las personas de más edad.
Como sociedad cuando una persona cumple 60 años o más, tendemos a clasificarla con una sola etiqueta: “adultos mayores”. Desdibujando de alguna forma su personalidad, su trayectoria de vida, sus planes a futuro y aquello que los hace únicos: su individualidad.
El adulto mayor tiene el derecho de llevar una vejez digna y de tener acceso a todos los servicios del Estado, ese es nuestro reto—ese que nos queda pendiente— como sociedad.
Es común sentirnos temerosos ante nuestra llegada a la vejez, la última parada de la vida; sin embargo, es una etapa más y debemos aprender a aceptar y disfrutar las oportunidades que nos presenta, que son muchas. Debemos reorganizar estructuras sociales que promuevan un envejecimiento activo y sano, que nos permitan seguir aportando de acuerdo a nuestras capacidades, lo que repercutirá en salud física, emocional y un sentimiento de pertenencia e integración a la comunidad y la pasión por seguir viviendo.
El viejo no puede hacer lo que hace un joven; pero lo que hace es mejor. –Cicerón
Nuestros adultos mayores nos necesitan. Han soportado con gallardía las acometidas y ultrajes del tiempo y aunque tal vez les falle la memoria o les tiemblen las manos y las arrugas de los años dejaron rastros en sus cuerpos, son testigos de nuestro pasado, nuestras raíces. Déjalos envejecer con ternura, déjalos atesorar esa foto antigua, esa bufanda desteñida, permíteles cometer errores, déjalos contar una y otra vez la misma historia y acompáñalos con paciencia en el último recorrido, pues ellos estuvieron para ti cuando iniciabas el tuyo. Y permíteles apagarse lentamente, como el sol en el crepúsculo.
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