En pleno despliegue de alarma mundial dictada por la OMS, un grupo de médicos, dejamos de participar en forma directa, por «riesgos» o «edades riesgosas», justo en momentos de la vida, en que la experiencia, paciencia y conocimientos, nos hubiera permitido acompañar a pares, a jóvenes colegas y al personal de salud, sumidos en la tristeza, el miedo, la desesperación y el agotamiento.
Pero se trata de un estado extraño de emergencia, en el que la medicina aprendida, palpando, percutiendo, auscultando y observando al paciente, en el sagrado encuentro de la consulta médica, pasó a ser tecnocrática y aplicada desde los avances tecnológicos.
Qué extraña pandemia, en la que un paciente con cuadro respiratorio es separado de sus familiares, aislado, aterrado, a la espera de un test, como si fuera una trágica noticia, siendo que frente a una virosis respiratoria se tratan los síntomas, más allá de una prueba cuestionada en todo el mundo, sabiendo que no es un gold estándar.
Que extraño resulta todo aquí, el hospital que ingresé. En ese entonces, una sala llena pacientes con diagnóstico de tuberculosis, eran revisados por nuestro equipo, todas las mañanas, cuidando de sus cuerpos tísicos de la pobreza, alentándolos a comer, ayudándolos a caminar al parque a tomar baños de sol. La inmensa mayoría se recuperaba y si a alguien le tocaba morir, conocí, por el ejemplo de mis maestros, el consuelo necesario, con la palabra, el abrazo y el apretón de manos tibias, a sus familiares.
Era también la época donde magníficos profesores, por ejemplo de dermatología, conectaban la clínica con el laboratorio, mostrándonos espiroquetas en campo oscuro. O aquellos que padecían lepra, tratados de manera ambulatoria, conociendo ya su casi nula contagiosidad. El miedo era el Sida, aunque esas personas con sus cuerpos derrotados por las drogas, el cigarrillo y el alcohol, más que temer, conmovían hasta el alma, por su estado y su soledad.
No existían los barbijos.
Qué extraña pandemia. Los médicos pasamos a atender por pantalla y con horarios. Con suerte, observar una garganta o una lengua saburral, e indicarle por teléfono, algún medicamento.
La gente, circula a pocos metros de su casa, con horarios. Por obligación mantiene una distancia considerable, usa tapabocas que tienen indicaciones médicas precisas y casi no cruza la mirada al vecino, aunque lo hace, según le dijeron para cuidarse y cuidarlo. Los abuelos no pueden compartir con sus nietos. Las personas solas están en una soledad infinita y sin un buen vecino que le acerque un plato de comida o le haga algún mandado Los niños y jóvenes no comparten sus vivencias. Qué extraño, cuando en circunstancias similares, como en las guerras, se fortalecían los lazos familiares más que nunca para contener al que padecía, a su familia y a la comunidad.
Qué extraña pandemia, en todos los medios de comunicación, los «periodistas científicos», intercalan avisos de muerte, en parte diario y a cada rato, con el beneficio del aceite de coco y la última parejita mediática distanciada. Durante meses, se invirtió en un gigantesco gasto de publicidad gráfica, televisiva, radial, redes, afiches, tan abundante como en elecciones (¿qué raro no?), amenazándonos con la posibilidad de muerte o ausencia de respiradores, si no llegamos a cumplir las normas que ellos mismos incumplen. Como si el cuerpo, fuera atacado por una nube de virus letales, que franqueando toda defensa de millones de años de existencia, pasara al pulmón, de ahí, inevitablemente a la enfermedad y sí o sí a la muerte.
Sin faltar los amenazantes discursos de quiénes dicen «cuidarnos», en lugar de aconsejar verdaderas pautas de salud, basadas en la tranquilidad, la alegría, la comida saludable, los afectos cercanos, el ejercicio físico, el trabajo digno, el acceso al agua potable, al aire limpio y al sol. Medidas muy sencillas y no dichas en meses de esta extraña pandemia.
En tiempos de innumerables avances tecnológicos, la alarma de emergencia dictada por la OMS, ante un «virus respiratorio» y las instrucciones de tecnócratas gubernamentales, fue mucho más confiable que la duda de médicos con mayor experiencia que no paramos de sorprendernos de comportamientos, donde no sólo no se usa la ciencia, el juicio crítico y los cinco sentidos, sino el más imprescindible de todos los sentidos, el sentido común.
Marcela Marchesini
Médica neumonóloga M.N. 14.530
Miembro de Epidemiólogos Argentinos Metadisciplinarios
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